I
Mientras la destrucción sacudía la Tierra y sus colonias, las fuerzas humanas intentan levantar una valiente resistencia, con todas las estadísticas en contra, los pilotos humanos combaten kaijus y mantienen a los titanes a raya.
Este camino solamente podría llevarnos a la destrucción, por lo que algunos humanos vayan más allá de nuestras fronteras en busca de la esperanza.


El Almirante Gorm es uno de los últimos estrategas de la antigua Tierra que ha sobrevivido al colapso de las potencias humanas sin ensuciar su causa. Curtido en las guerras de exilio y en las traiciones políticas del cinturón exterior, Gorm ha comprendido, más que ningún otro comandante, que la supervivencia de la humanidad no depende de su fuerza, sino de su capacidad para tejer alianzas imposibles. De rostro endurecido y mirada insondable, se presenta siempre con el porte de un diplomático que carga el peso de un guerrero, porque lo es: Gorm ha comandado flotas en derrota, ha evacuado mundos en llamas, y ha sobrevivido a la pérdida de todo menos de su propósito: proteger al planeta y su gente.

La idea del Fantasma nació cuando el cielo de la Tierra dejó de ser azul y se volvió una bóveda de alarma, fue la suma de manos, ingenios y lágrimas. Una nave estelar de clase Espectra, diseñada especialmente para misiones de exploración profunda y contacto diplomático con civilizaciones extraterrestres capaces de unirse a la humanidad contra la amenaza existencial que representan los Titanes.
Su casco mezclaba cerámicas terrestres con fibras biológicas rescatadas de criaturas desconocidas; bajo la piel vibraba un esqueleto de velas magnéticas que, plegadas, parecían alas guardadas en un templo. En el corazón, un motor híbrido latía al ritmo de un generador coral que habían hecho crecer en silencio, alimentándolo con cánticos grabados en múltiples lenguas para que recordara, como una memoria viva, a quienes lo habían tejido. En las cubiertas interiores instalaron huertos de sombra, una biblioteca hecha de copias y de voces, un taller para prótesis y juguetes, una capilla sin símbolos y, junto a ella, la Sala del Juramento, donde se guardaron pequeños objetos de la Tierra: una piedra de patio, un trompo de madera, un pañuelo con perfume a limón.

Antes del lanzamiento, alguien propuso bautizarla con champaña; no la había. Usaron agua de lluvia recogida en baldes de azotea y, cuando el líquido tocó la proa, el metal respondió con un zumbido corto, nervioso, como si la nave tragara saliva.
El Almirante Gorm caminó despacio por el pasillo central, sin charreteras ni banda, aplaudido por manos que no aplaudían a un hombre, sino al momento de partir. Entonces encendieron el motor coral. Las luces del casco parpadearon como luciérnagas bajo lluvia y la órbita entera escuchó el primer latido del Fantasma, grave y humilde, como si pidiera permiso.
Dentro de sus compartimentos blindados viaja el poderoso mecha de combate Galahad, pilotado por el joven y talentoso Kai Pendragón, siempre listo para responder ante amenazas imprevistas. Junto a él, la joven psíquica Sirinia, encargada de establecer contacto empático con los extraterrestres, juega un papel clave en la creación de alianzas vitales para la humanidad. Su capacidad para comprender a otras civilizaciones es la verdadera alma de la misión del Fantasma.
La tripulación del Fantasma incluye, además, especialistas en xenobiología, astronavegantes experimentados, ingenieros capaces de improvisar soluciones técnicas en situaciones extremas, y expertos en diplomacia interestelar. Todos han sido seleccionados no solo por sus talentos individuales, sino también por su compromiso absoluto con la supervivencia y esperanza de la humanidad.
Al despegar, la nave rugió, una exhalación larga empujó la ciudad orbital y la noche se abrió en capas. Abajo, la Tierra se achicó a promesa; arriba, el vacío, todavía desconocido, se ofreció como un cuaderno sin renglones.
La esperanza se volvió rumbo.
II
Kai Pendragón es un joven piloto prodigio de apenas catorce años, asignado a la unidad especial Galahad, un avanzado mecha desarrollado por la ONU para combatir amenazas colosales que ponen en peligro a la humanidad. Kai posee sorprendentes habilidades psíquicas, resultado de un inesperado salto evolutivo humano. Estas habilidades le permiten sincronizarse de manera excepcional con Galahad, logrando un nivel de control y precisión jamás visto antes.

Kai nunca supo por qué el Galahad lo escuchaba cuando otros mechas solo obedecían. A veces, al cerrar los ojos en la cabina, sentía una mano tibia en la empuñadura y un murmullo antiguo, como si la máquina le contara historias que él ya conocía: campos de niebla, un rey herido, una mesa redonda donde la lealtad era más pesada que la espada. De niño había leído y releído las gestas del Rey Arturo hasta aprender de memoria los silencios entre líneas; de adolescente, cambió las miniaturas de caballeros por planos de propulsores, pero nunca dejó de creer que el honor podía afilarse.

No entiende del todo su vínculo con el metal vivo, ni la chispa psíquica que a veces lo atraviesa como un relámpago contenido. Entiende, sí, la mirada de Daisuke en los informes de batalla: cansada, firme, sin una sola palabra de más. Daisuke es su Lanzarote sin caprichos, el piloto que no presume victorias porque vio de cerca el precio de cada una. Kai se abrocha el arnés pensando en ambos: en el rey que perdona, en el guerrero que regresa, y en la promesa que él mismo se hizo cuando el mundo todavía ardía: no levantar el sable para lucirse, sino para abrir paso. Cuando el Galahad despierta y la cabina respira, Kai no pregunta por qué lo eligieron.

Después de unos días, en el círculo exterior, donde el Sol ya es memoria y el frío suena como vidrio, El Fantasma fue sorprendido por una andanada que no anunciaba bandera ni origen: puro cálculo homicida. Las naves escolta cayeron primero, luces que se apagan sin ruido, y luego las mechas de cubierta, arrancados de sus rieles como juguetes.
El enemigo se hacía llamar Ignis Titán, capitán al que se le prometió señorío sobre el sistema solar.
Nu-Galahad se plantó ante la tormenta: bloqueó tres embestidas hasta que el blindaje se abrió como una flor quemada; devolvió dos cortes de luz que hicieron vacilar, por un segundo, a la enorme silueta encendida. Ignis respondió encendiendo el espacio mismo, y el mecha quedó arrodillado, con la torre dorsal hecha carbón y la IA reducida a un hilo de voz que repetía “mantente” como una plegaria rota. El Fantasma logró arrastrarse a una sombra de cometa; dentro, olía a metal tostado y a silencio.

Aquella noche, Kai no salió de la cabina. Con la frente contra el panel caliente y la mano en la empuñadura, escuchó el pulso enfermo de Nu-Galahad y entendió que el incendio tenía dueño. No juró venganza en voz alta; la escribió con sus latidos. Desde entonces, Ignis Titán dejó de ser un cataclismo y se volvió un rostro al que nombrar en la oscuridad.
III
Pocos tripulantes del Fantasma son tan notables como Sirina nació con un raro “eco-cognitivo”: oye patrones donde otros oyen ruido. De niña repetía sueños que luego ocurrían y, al tocar metales, describía voces, no humanas, sino topologías. Fue parte de un programa semi-clandestino que entrenaba sensitivos para trazar rutas de baja hostilidad en el espacio profundo. En el simulacro final, predijo la catástrofe del corredor Lázaro con 31 horas de antelación; se negaron a creerle. Murieron 700. Ese duelo la trajo al Fantasma, cuando el Almirante Gorm le dijo: “Prefiero a quien ve tormentas antes de que existan”.

Más allá de su apariencia juvenil y alegre se encuentra una mente poderosa y sensible. Cuando entra en trance psíquico, su conciencia se expande, logrando captar las emociones, intenciones y pensamientos más sutiles de los seres extraterrestres. Gracias a ella, la humanidad ha conseguido establecer alianzas esenciales, descubriendo amigos inesperados entre las estrellas.
Aunque posee una fortaleza mental destacable, Sirinia carga con una enorme responsabilidad: es la voz humana ante civilizaciones extraterrestres que podrían ser aliados vitales o amenazas potenciales. Ella siente profundamente el peso de su labor, consciente de que cada contacto es clave para el destino de la humanidad.
La Sala del Juramento estaba a oscuras cuando Sirina se sentó en el círculo de cobre y respiró como quien entra al agua. Afuera, el Fantasma seguía herido y quieto, oculto en la sombra de un cometa. Adentro, el casco vibró muy levemente, como si la nave quisiera hacerse pequeña para no interrumpir. Sirina cerró los ojos y dejó que la mente se abriera: primero un zumbido, luego un coro lejano, luego una sola voz, nítida como cristal.

Leyaden apareció sin cuerpo, hecha de luz tenue y recuerdos de un idioma que no existía en la Tierra. No miró: envolvió. No habló: afinó. Y cuando por fin la forma del pensamiento se volvió palabra, sonó como un juramento antiguo:
—Soy Leyaden de los Luthariel, sierva de mi Reina. Te escuchamos, hijo de la bruma. No vengo a pedir ni a tomar. Vengo a tender la ruta.
—No tenemos ruta —pensó Sirina, con el temblor de quien se sabe al borde de algo inmenso—. Solo heridos y una nave que respira.
—Entonces escucharás la mía. En nombre de mi Reina, prometo salvoconducto para el Fantasma por los corredores de luz de nuestro dominio. Ninguna lanza ni canto te detendrá mientras dure este pacto. Trae contigo tu dolor y tu nombre. Nosotros pondremos el camino.

Gorm, en el puente, solo alcanzó a ver en las pantallas una constelación que no estaba allí un segundo antes: puntos alineándose como migas de pan en la noche. Sirina abrió los ojos con lágrimas que no eran suyas. Leyaden, todavía presente como perfume después de una puerta abierta, añadió:
—No somos tus dioses ni tus jueces. Somos tus anfitriones. Ven, antes de que el fuego recuerde dónde estás.
El Fantasma encendió sus velas en silencio. Por primera vez desde la emboscada, la nave dejó de esconderse. Y cuando viró hacia la ruta que brillaba sin estrellas, la esperanza tuvo forma de pasillo.
IV
Gorm no temblaba en combate, pero aquella mañana le sudaron las manos: confiar en quienes se presentaban como Luthariel era otra clase de riesgo. Había visto tratados firmados con tinta que aún olía a pólvora y había evacuado colonias mientras los aliados “prudentes” miraban a otra parte. Los Luthariel, decían, eran gente de piel celeste y ojos violáceos, viejos como las rutas de las cometas; hablaban en acordes más que en frases, guardaban memorias vivas en templos de luz, y su ley más sagrada era la hospitalidad jurada en canto.

No tardan en conocer a estos nuevos aliados: Nyssara es la última monarca de los Luthariel, una raza de criaturas celestiales que alguna vez danzaron entre los filamentos cósmicos, tejiendo rutas entre los mundos como las hadas tejen sus hechizos en los bosques antiguos. Sin embargo, su reino ha caído. Su civilización, otrora brillante como un enjambre de luciérnagas en el vacío, se marchita lentamente. Su pueblo, los Hijos de la Luminiscencia, está condenado a la extinción.
Pero Nyssara no acepta el destino con resignación. En su sabiduría, ha puesto su última esperanza en una especie joven y salvaje: la humanidad.
La reina ha visto lo que los humanos pueden llegar a ser. Ha sentido su hambre por el infinito, su sed de conocimiento, su arrogancia… pero también su inquebrantable voluntad de trascender.
Ella se convierte en una guía, un faro en el abismo, dispuesta a entregar a la humanidad el legado de su raza antes de que su último aliento se disuelva en la nada.
Nyssara, la Reina Crepuscular, la Guardiana del Umbral, la Última Hija de la Luz Antigua, propone un pacto a la humanidad: les otorgará los medios para alcanzar las estrellas, pero a cambio, deben llevar consigo el eco de su pueblo. Sus historias, sus cantos, sus gestas. Su memoria no debe morir.

En los astilleros de luz de los Luthariel, bajo cúpulas que cantaban como copas de cristal, la Reina dio su gesto de buena voluntad: ordenó reparar al Nu-Galahad.
No le devolvieron la vieja armadura, ese cascarón heroico, pesado y orgulloso, la despidieron con un rito y, en su lugar, tejieron un exoesqueleto lígneo-lumínico: láminas vivas de metal cantor unidas por nervaduras de energía que respiran con el piloto.
El blindaje ahora es más delgado y flexible, capaz de amortiguar impactos por resonancia y dispersar calor titánico sin quebrarse; los actuadores, afinados con cantos de forja, reducen la latencia del movimiento a un suspiro; el núcleo fue desfragmentado y purificado, enlazado a una matriz de eco-memoria que aprende cada maniobra y la perfecciona.

Cuando Kai subió a la cabina, el panel lo recibió con un pulso limpio, sin dolor: el mecha se movió como si al fin entendiera su pensamiento antes de que éste llegara a las manos. No era el Nu-Galahad que salió del círculo exterior: era uno nuevo, más austero, más preciso, más eficaz. La Reina, a distancia, pronunció el único regalo que los Luthariel otorgan sin deuda: “Que tu espada no sea peso, sino ruta”. Y por primera vez desde el incendio, Kai sonrió dentro del casco.