I
Mientras los héroes de la Tierra dejaban su vida por la libertad de la humanidad. En el mar oscuro, bajo un cielo sin estrellas, algo enorme avanzaba. Voragh, el Devorador de Monstruos, emergió entre olas rojas. Su piel ennegrecida estaba cubierta de cicatrices recientes… y de las marcas de aquellos a quienes había devorado: fragmentos de garras, colas fosilizadas, placas ajenas incrustadas como trofeos involuntarios.


Cada una de ellas contaba una historia: había matado a los antiguos seguidores del viejo rey Kaiju. Había comido sus corazones. Había tomado sus fuerzas. Y ahora, en él, rugían las voces de todos.
Del otro lado del océano se abrió un resplandor verde. Mecha Daikaiju, reconstruido por la casta científica titán, avanzó como una montaña que decide caminar. Su cuerpo de acero oscuro brillaba con runas de control, pero su mirada no obedecía del todo. Algo dentro se resistía: un recuerdo, un instinto… una corona antigua.
Voragh rugió. Mecha Daikaiju respondió. La colisión abrió un cráter en el mar. Voragh se aferró al cuello metálico, hundiendo garras reforzadas con huesos de otros. Mecha Daikaiju clavó su cola–cuchilla en sus costillas. Voragh respondió arrancando uno de los radiadores dorsales del mecha, masticándolo como si fuera un hueso blando. El monstruo de metal gruñó: chispas verdes y fuego azul brotaron de su espina artificial.

La lucha se volvió un ballet de titanes, uno carnal, otro mecánico. Voragh golpeaba con masas de músculos y hambre. Mecha Daikaiju respondía con precisión mortífera.
En un instante, el mecha logró alzar a Voragh por la mandíbula y lo estrelló contra un acantilado. La piedra se quebró, Voragh se levantó con lentitud, pero con una sonrisa imposible: tenía un trozo de ultra–aleación incrustado en el pecho… y lo absorbía.
La segunda ronda estaba por comenzar. Pero otro rugido se escuchó a lo lejos.
II
Sumi Oni, el Kaiju cornudo que llevaba la cuenta de cinco grandes mechas destruidos, surgió desde una grieta costera, arrastrando oscuridad como si fuera capa. Su piel era roja y rugosa, sus cuernos brillaban como hierro al rojo vivo. Sumi no corría: avanzaba como una ejecución anunciada. Había venido a ayudar a Voragh.

Pero Hanta cayó desde el cielo antes de que llegara al duelo principal. El mecha samurái encendió su reactor con un sonido que parecía el filo de una espada. Su silueta recordaba al Sazabi ancestral, pero cargaba una presencia feroz, solemne: su armadura carmesí estaba marcada por miles de batallas, y su katana resonó al desenvainarse.
Hanta aterrizó frente a Sumi Oni, adoptó postura. Sumi cargó. Hanta se movió. Fue como ver un poema escrito en acero.

El Kaiju lanzó un primer golpe, pesado como un meteorito. Hanta lo desvió apenas, sin romperse. Al segundo impacto Hanta retrocedió un paso. Solo uno. El tercero fue una cornada directa; Hanta saltó, giró en el aire y cayó con un tajo diagonal que abrió un surco en el hombro rocoso del monstruo.
Sumi rugió, enfurecido. Su aliento ácido derritió el suelo alrededor. Hanta cruzó los brazos, acumuló energía en los reactores y desató el Rugido Carmesí, una onda cortante que atravesó la tormenta tóxica del kaiju.
Sumi, herido por primera vez en años, se tambaleó. La batalla ahora era inevitable.
III
La luna se reflejaba rota en el océano cuando Voragh lanzó su último rugido, un bramido hecho de hambre y furia ancestral. Aún tenía fuerzas: había devorado titanes, kaijus antiguos, criaturas enteras que alguna vez sirvieron al viejo rey. Cada músculo de su cuerpo estaba hecho de muerte acumulada.

Mecha Daikaiju, en cambio, respiraba difícil. Su pecho metálico estaba fracturado; sus alas artificiales, arrancadas; el núcleo, expuesto. Pero dentro de la carcasa brillaba algo más viejo que la ciencia titán, un recuerdo.
Voragh se abalanzó con la mandíbula abierta para arrancarle la cabeza. Mecha Daikaiju lo recibió con un embiste frontal, clavando sus garras en la carne negra. Voragh hundió sus colmillos en la armadura, arrancando placas completas. Daikaiju lanzó un rayo interno que quemó por dentro al devorador. Voragh, aun así, no cayó.
Se aferraron uno al otro como dos monstruos que han olvidado el significado del miedo. Voragh levantó a Mecha Daikaiju por la garganta. El mecha se dejó levantar.

Y cuando Voragh abrió la boca para partirlo. Daikaiju clavó sus propios colmillos metálicos en el cuello del devorador.
Un mordisco. Un desgarrón. Un estallido de luz púrpura.
Voragh intentó liberarse, pero Daikaiju arrancó un trozo gigantesco de su carne, un fragmento lleno de poder absorbido durante siglos. Voragh cayó de rodillas.
Por primera vez, tembló. Mecha Daikaiju tragó. Y el mundo cambió. El metal se abrió como una crisálida. La energía titán se apagó. El mecha tomó forma orgánica, viva, cubierta de escamas y placas luminosas. El antiguo rugido del Rey Kaiju resonó desde su pecho, desde la tierra misma.
Ya no era un arma titán. Ya no era un experimento fallido. Era Daikaiju renacido.

Voragh, debilitado, lanzó un último golpe. Daikaiju lo detuvo con una sola garra y, con un movimiento limpio y monumental, partió el cráneo del devorador en dos.
El mar se calmó. La luna volvió a brillar. El Rey del inframundo había regresado.
IV
Sumi Oni avanzó tambaleante, la sangre ardiente cayendo como lluvia negra sobre la playa. Su cuerno principal brillaba agrietado; su respiración era un silbido venenoso.

Hanta, aunque averiado, mantenía postura. Sus sensores marcaban fallo tras fallo, pero la katana aún estaba firme. Sumi cargó con todo su peso. Hanta giró, esquivó la embestida y clavó la espada en el tendón de la pierna izquierda del monstruo.
Sumi cayó de rodillas. El monstruo levantó su brazo para aplastar al mecha. Hanta activó el Rugido Carmesí por última vez: un corte vertical, cargado con el resto de su núcleo.

La energía atravesó el cuerpo de Sumi Oni de la cabeza al abdomen. Un segundo de silencio. Y luego el kaiju se abrió como una montaña partida. Sumi cayó muerto, su sombra cubriendo la arena.
Hanta, exhausto, apoyó la punta de la katana en la tierra. Su reactor parpadeó al borde de apagarse. A lo lejos, un rugido nuevo retumbó sobre el agua. Hanta levantó la mirada. Daikaiju renacido caminaba desde el océano, coronado por la luz de la luna.
Ambos campeones se miraron, no habrían guerra entre ellos. La paz era una posibilidad Porque el viejo Rey había vuelto, más poderoso que nunca, y ya no era esclavo de nadie.
Bien porque estén usando ciencia ficción en mitos y leyendas! me gusta mucho.