Texto Por Alejandro González Ríos.
Profesor de Historia, Geografía y Ciencias Sociales.
En nuestra actualidad, el juego es una actividad humana generalmente subvalorada por nuestro sistema educativo y a nivel de la sociedad en general, ya que en torno a este priman prejuicios, desconocimiento, desinterés, desinformación e infantilización; algo que debe ser superado a cierta edad, y que muchas veces, invizibilizamos debido al paradigma adultocéntrico desde el cual se construye nuestra sociedad contemporánea.
Vinculamos la vida adulta al trabajo, y durante esta etapa de la vida generalmente no hay tiempo para jugar. La vida no es un juego según creen algunos y algunas, ya que debemos enfrentarnos día a día con los miedos que provoca la incertidumbre del porvenir, de aquello que no conocemos, de la vida misma. Y al parecer la “vida seria de adulto” podría responder y apaciguar esto, o al menos varios adultos así lo creen. Bien lo señaló Ragnar Behncke[1] en “1, 2, 3, por mí y por todos mis compañeros. La seriedad del juego en la escuela”, al decir que la adultez se asoma como una experiencia poco luminosa, triste, donde la seriedad se apodera del alma y nuestro ánimo. Esto le da un sentido al trabajo tal como lo entendían los romanos antiguos, “tripalium”, el azote de tres palos cuya finalidad era sencillamente hacer sufrir. No por nada popularmente nos referimos al trabajo como “pega”.
[1] Behncke E., Ragnar, 1, 2, 3 Por mi y por todos mis compañeros. La seriedad del juego en la escuela, Editorial Maval SPA, Santiago, 2017
Siendo adultos nos esforzamos por resistir aquello que supuestamente sería la “vida adulta”, aquello que nos pega, alejándonos de aquellas cosas que disfrutamos hacer de manera dedicada por ser adultos como deberíamos serlo: trabajar, pagar, gastar, construir. ¿Y jugar? Olvidamos de esta manera la importancia de disfrutar la vida, de llevarla con tiempo, con goce, idea muy diferente a la del trabajo.
En este contexto, la interrogante sobre el rol del juego en nuestra sociedad actual, no sólo debe estar enfocada en la escuela, sino que también en nuestras vidas. ¿Cómo el juego debe y puede interrumpir en nuestra sociedad y en nuestra educación? Diversos especialistas han respondido desde sus profesiones a esta interrogante, apuntando todos ellos a la misma respuesta: la necesidad de reformar, descomprimir el sistema educacional para dar un espacio significativo al juego en la escuela y en la sociedad. Al parecer el juego tiene una importancia fundamental poco vista o considerada como tal por nuestras instituciones educativas y políticas públicas, importancia vinculada al desarrollo de la imaginación, la creatividad y la libertad. El juego sería contenedor de varios beneficios y condiciones de posibilidad en el desarrollo de las personas. Más aún, hay quienes ven el juego como un espacio necesario de habitar y redefinir en su relación con otras prácticas sociales humanas, ya que permite aprender a través de la metáfora, el error, la sorpresa.
Al respecto, Beatriz Ávalos, premio nacional de educación, señala que globalmente el juego es comprendido como un elemento fundamental en la educación, el cual, sin embargo, no ha logrado traducirse como una aplicación práctica dentro de las políticas públicas, al no estar presente al momento de estructurar el sistema escolar, elaborar el curriculum, etc. Las políticas públicas chilenas al estar centradas en desarrollar un proceso de escolarización temprana, enfocado en la promoción de habilidades en estudiantes con menos oportunidades socioculturales, coarta la oportunidad de desarrollar experiencias creativas, libres y placenteras (como las lúdicas), provocando con ello que las personas dejen de disfrutar el hecho de aprender por apresurar el desarrollo cognitivo antes que otros aspectos afectivos, sociales y emocionales, imposibilitando con ello el desarrollo de espacios significativos para la autonomía y la creatividad.
La sobreescolarización limita de esta manera, el desarrollo libre de las personas, restándoles campo para que niños y niñas desarrollen un lenguaje propio que les permita ir explicando el mundo, que promuevan la imaginación para crear, el desarrollo de procesos de enseñanza y aprendizaje colectivos, el desarrollo de habilidades sociales significativas, etc. Frente a este contexto de sobreescolarización, se hace necesario cambiar nuestras prioridades y enfocarnos en cosas fundamentales como la naturaleza de los estímulos que necesitan los estudiantes para fomentar la libertad, la exploración, la curiosidad, la imaginación y el gusto por aprender. Y para esto, los especialistas y expertos señalan que debe existir un espacio para el juego. Sólo con la promoción de espacios no estructurados, que escapen a la rigidez del sistema escolar, podremos desarrollar todos estos aspectos fundamentales anteriormente señalados.
Aquí vislumbramos el primer rol del juego en la escuela: erigirse como espacio habitable en donde los niños y niñas aprenden habilidades y actitudes necesarias para la vida en sociedad, promoviendo experiencias de aprendizaje significativas a través de metodologías lúdicas, que dan espacio para aprender en comunidad, aprender de los errores sin miedo al castigo, y motivar el interés de los estudiantes en ser protagonistas en el proceso de enseñanza-aprendizaje.
Para concretar aquello, es necesario a su vez reformar el paradigma desde el cual se construye la educación y se erigen las políticas públicas, enfocadas en la escolarización temprana en vez de la promoción de experiencias creativas, libres, placenteras, enfocadas en la exploración, la curiosidad, la imaginación y el gusto por aprender. La clase no puede ser siempre tan estructurada al punto de no permitir o no dar espacios para la creatividad y la imaginación. Por eso es importante que los docentes y adultos en general se reconecten con su “espíritu lúdico”, ya que es la única forma en la que podremos empatizar con esa necesidad infantil de conocer y explorar, para así mantenerla a lo largo de los años y promoverla como valores de una nueva vida adulta.
En este sentido, la invitación que nos hace Beatriz Ávalos es a salirnos de las estructuras verticales del sistema, conectarnos con el “espíritu lúdico” y diseñar oportunidades de aprendizaje que permitan a los mismos niños y niñas, crear, descubrir y aprender con otros. Y para incorporar un cambio de paradigma que implique integrar el aspecto lúdico al aula, es necesario reflexionar tanto con docentes, padres y apoderados, señalándoles los riesgos que implica jugar, y a la vez la oportunidad de aprendizaje que significa para el desarrollo de niños y niñas, reconociendo de esta manera sus propias capacidades. Por esta razón es importante también no sólo gestar políticas públicas que abran el paradigma actual de la educación, sino que también es importante educar a los padres para que entiendan que es bueno jugar, que pueden aventurarse, que pueden imaginar y hacer algo que podría contener algún riesgo en el proceso.
Durante la primera edad escolar, el juego forma parte del aprendizaje, razón por la cual la transición de la casa al colegio no se les hace difícil a los niños y niñas. En este sentido, los juegos tienen un carácter formativo al servir como herramientas que les permite a los niños enfrentar diversas situaciones, ante las cuales se van adaptando hasta dominarlas. A través del juego los niños buscan, exploran, prueban y descubren el mundo por ellos mismos, siendo así un instrumento eficaz para la educación. El juego cuenta con múltiples beneficios en el proceso de maduración del niño: satisface necesidades básicas de ejercicio físico, es una excelente vía para expresar y realizar sus deseos, la imaginación del juego facilita el posicionamiento moral y la maduración de ideas, es un canal de expresión y descarga de sentimientos, ayudando así al desarrollo de la inteligencia emocional; los juegos de imitación ejercitan y ensayan para a vida adulta, cuando se juega con otros niños se socializa y gesta al mismo tiempo las futuras habilidades sociales, etc.
Por lo anterior, el juego se presenta como un canal magnífico para conocer los comportamientos de los niños (y de las personas en general) y así poder encauzar y premiar hábitos. No pensemos que en la medida que vamos creciendo, debemos abandonar el juego y dedicarnos a tareas más intelectuales, serias o adultas, ya que las herramientas lúdicas de los juegos permiten al ser humano actuar como un artesano de sus capacidades sociales, permitiendo divertirnos, entrar en múltiples versiones de nosotros mismos y de la vida que conocemos diariamente; nos permite entrar en una zona de disfrute, de goce, donde nos distanciamos de las normas cotidianas que nos quitan libertad, permitiéndonos con ello reconstruir nuestra identidad constantemente. De este modo, los juegos se presentan como una maravillosa forma de reconstruirnos a nosotros mismos, permitiendo en contextos escolares desarrollar diversos aprendizajes tales como enseñar a compartir, a jugar e innovar en las versiones de cada juego; mantener el interés del niño, potenciar las disposiciones colaborativas, acompañar la frustración con herramientas sociales y emocionales asertivas; aprender a regular el tiempo y los hábitos personales; aportar diversas aristas para trabajar la convivencia escolar, la formación ciudadana, etc.
No obstante lo anterior, para darle cabida al juego en la escuela, definir su rol, y “jugar en la escuela”, como lo señala Sarlé[1], es necesario conocer, definir y diferencias diversos aspectos vinculados al juego y las prácticas lúdicas dentro del proceso de enseñanza-aprendizaje. La autora señala que el juego ha sido asociado con la creatividad, el placer, la exploración, características que le son propias y a la vez comparte con otras actividades humanas, razón por la cual nos equivocamos generalmente cuando llamamos “juego” a toda actividad que involucre imaginación o desplegarse de la realidad. Al conceptualizar de esta forma, creemos que todo lo que hacen los niños en el jardín por ejemplo, es juego, cuando no es así.
[2] Sarle, Patricia M., Enseñar el Juego y Jugar la Enseñanza, Editorial Paidós, Buenos Aires, 2006
Por esta razón, hay que cuidarse de no caer en los prejuicios que existen sobre el juego al momento de instalarlo en la escuela como herramienta de aprendizaje. Este obstáculo se refiere a las relaciones que hay entre el juego y la enseñanza, ya que se considera que ciertas características propias del juego (como la libertad del jugador, la relación proceso-producto, la ausencia de direccionalidad, o la ausencia de control sobre lo aprendido) tornan inadecuada su inclusión en la escuela cuando se piensa en la enseñanza. En este sentido, se suele definir el juego como experiencia espontánea propia de la infancia, el cual tiene impacto en el desarrollo pero que es ajeno a los objetivos de aprendizaje escolares.
Todo esto señala lo complejo que es aplicar el juego y metodologías de aprendizaje lúdicas en la escuela, y específicamente en el proceso de enseñanza-aprendizaje. Estos prejuicios tradicionales hacen creer que el juego no reduce la incertidumbre propia de la complejidad de las prácticas educativas, lo que dificulta programarlo con la enseñanza. Se suele creer que generalmente que la enseñanza tiene claridad en los fines que persigue, y que, en cambio, el juego trabaja sobre escenarios y situaciones imaginadas, rompiendo la relación directa con la realidad sin responder a las necesidades de un contrato didáctico.
Al respecto, se hace necesario buscar otros criterios para precisar la presencia del juego en el ámbito escolar, para dejar de considerar ambos fenómenos (enseñanza-juego) de manera separada, y mirando los aspectos que comparten en común y el modo en que uno y otro se restringen mutuamente. Sólo así se podrá respetar el valor que tanto el juego como la enseñanza tienen para los niños. Por tanto, en lugar de considerar posturas polares, hay que pensar en qué aspectos de la enseñanza se enriquecen cuando se vincula con propuestas lúdicas, y qué juegos valen la pena enseñar como contenidos socialmente importantes, y que no solo esconden contenidos escolares.
No obstante todo lo anterior, podemos encontrar experiencias didáctico-lúdicas positivas dentro de nuestro contexto nacional, tanto a nivel social, cultural e incluso escolar, sobre todo considerando productos y juegos de manufactura nacionales, como lo son los productos de la marca Mitos y Leyendas. Como ya es conocido dentro de nuestra cultura popular chilena, la marca Mitos y Leyendas y los productos asociados a ésta, nos acompañan como experiencia lúdica aproximadamente desde el 2001 de la mano de la empresa Salo S. A en su génesis (actualmente parte de la empresa Klu! Trends & Novelties.). A lo largo de los años, la marca y sus diversos productos demostraron contener un notable potencial educativo-lúdico que varios jugadores identificamos y aprendimos jugándolo, compartiéndolo, criticándolo, reformulándolo y aplicándolo como estrategia de aprendizaje y desarrollo de habilidades socioemocionales en diferentes escenarios familiares, sociales laborales y profesionales.
Es más, varios docentes, psicólogos y diversos profesionales de la educación chilena en la última década, identificaron un notable potencial en la marca y sus productos, destacándolo por fomentar el pensamiento lógico matemático, el trabajo en equipo, la creatividad y la imaginación, el pensamiento crítico y divergente, o incluso áreas de conocimiento específico de disciplinas y ciencias como la historia, el arte y la literatura. A través de sus ilustraciones y de las temáticas histórico-culturales, estos productos despertaron y siguen despertando, el interés de niños, niñas y adultos a lo largo de Chile. Diversos docentes del área de las ciencias sociales han constatado que la experiencia lúdica con Mitos y Leyendas llaman la atención de estudiantes, padres y apoderados, a la hora de presentarles de manera gráfica algunos personajes claves de diversos contenidos curriculares de asignatura como historia, lenguaje, arte, filosofía, etc. De igual manera y a partir de las diversas mecánicas del juego, diversos profesionales de la educación han logrado que los contenidos curriculares importantes, salgan de la sala de clases y se transformen en experiencias de aprendizaje aplicables en la vida en sociedad, reforzando el interés, la curiosidad, el aprendizaje por competencias, los vínculos estudiantes-profesor/a, etc.
Nuestra invitación es a pensar el juego en contextos escolares como una actividad social que plantea claras limitantes y desafíos en la transposición didáctica del sentido lúdico, cuyo riesgo no está ausente de oportunidades de mejora que podrían enriquecer de múltiples maneras la experiencia de aprendizaje a través de herramientas lúdica. Ver el juego como una forma de diálogo es importante para los procesos de enseñanza-aprendizaje, destacándolo como una actividad social y vinculante.
De tal manera, el juego actúa como un espacio donde niños y niñas aprenden habilidades y actividades necesarias para estar con otros y donde se pone en juego el desarrollo y fortalecimiento de habilidades sociales. Tal como señalaría Sarlé, la escuela es un espacio cultural diferente en el que se suceden los juegos de los niños. Y en la etapa infantil, “el juego parecería apuntar a un vector de aprendizaje muchas veces descuidado, y que sin embargo resulta básico para la alfabetización integral de los niños.”[3]
[3] Sarle, Patricia M., Op. Cit, 2006, p. 8 y ss.
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