Contagio Onírico.
por Kurko
Debo ser conciso al recoger mis impresiones sobre lo que pasó tan repentinamente de ser una condición excepcionalmente intrigante para mi interés científico, a un oscuro y mórbido final propio de un relato de Poe. Creo que nunca hubo ni habrá, espero, parangón en la psicología o explicación natural -y con natural me refiero, obediente a nuestras leyes mundanas- que esclarezca satisfactoriamente la causa de muerte y los últimos días del Señor Adrián Maturana, y espero con esta breve declaración, dar por terminada mi participación en este desagradable asunto en el que por desgracia me vi envuelto.
No niego que llegó a mi consulta hace unos tres meses por motivo de una supuesta narcolepsia. Lo recibí como otro paciente cualquiera. Dijo vivir solo, ser separado, no tener familiares, y haber venido por estar sufriendo rarísimos episodios de desvanecimiento en que sin darse cuenta caía fulminado víctima de pesadillas inaguantables. No considero que el señor Maturana mintiese en ese aspecto, en realidad, parecía honestamente atribulado. Tenía aspecto macilento, ojeras oscurecidas, y denotaba grave pesadumbre al hablar, síntomas claros de alteración en el sueño. Sin embargo lo insólito no era eso, sino sus narraciones oníricas de tal estado. Dicen que los psicólogos debemos ser crédulos, pero fue imposible otorgar una cuota de veracidad al sonsacarle aquellos delirios insidiosos que tenían que ver con visiones inmundas y estremecedoras que le acometían durante el estupor. Acabó por generarme una aversión tremenda cuando venía, pero una curiosidad morbosa cuando me contaba. No me apetece replicar sus historias ahora.
En la quinta sesión me reveló algo que me enervó. Dijo que, aunque no podía develarme a totalidad el asunto por temor a mi incredulidad, sabía que los desmayos eran producto de haberse contagiado de cierta enfermedad altamente transmisible durante un viaje en Asia. Desesperanzado, contó que aquello que le perseguía no eran pesadillas efímeras, sino más bien, seres reales, oriundos de alguna vaga región mental. Seres que le buscaban cuando dormía, por lo que desesperadamente intentaba mantenerse despierto. Reconozco que llegué a pensar que, si lograba curar esta extraña y compleja locura, alcanzaría una importante fama y renombre en la rama clínica, por lo que me vi aún más interesado en el caso y me llevó a comentarlo divertidísimo a mis colegas.
En su última sesión Adrián no respondió a mis preguntas. Le invadía una aciaga resignación, y su aspecto se había deteriorado enormemente. Cabeceaba hasta casi dormirse y se incorporaba al instante con violencia. No pude hacer más que terminar la consulta y extenderle una derivación a un médico, y fue esa la última vez que lo vi. Muchas horas después me llegó la noticia de su deceso; me dijeron que su cuerpo había sido mutilado hasta extremos grotescos e imposibles y sus restos reposaban desperdigados por su departamento. Es todo lo que puedo declarar, y serán los tribunales los que juzguen si el responsable fue un asaltante, o haya algo más solapado en esta terrible tragedia, que últimamente tampoco me está dejando dormir.