Existen dos momentos que son universalmente comunes a casi todas las cosmogonías y los conjuntos mitológicos: El primero es aquel instante en que nacen nuestros relatos comunes, el breve lapso donde nace la vida misma, se fundan las civilizaciones o los pueblos encuentran su narrativa. El segundo, suele ser claramente menos festivo, es aquel relámpago final en que se apagan todas las luces. Casi todos estos momentos conclusivos se parecen un poco, por lo que quiero pensar en los principios, que hoy me resultan mucho más exuberantes.
El Génesis es, sin duda, el origen más conocido en occidente. Estamos frente al primer libro de la Torá y, por tanto, también del Antiguo Testamento en la Biblia cristiana. Un texto anónimo, escrito probablemente durante la época del cautiverio en Babilonia y habría visto su redacción alrededor del año 450 antes de Cristo.
En una semana el señor de los cielos creó todo el mundo, los animales y al primer hombre, Adán, usando arcilla del mismo Edén. Luego creó a Eva a partir de una costilla de Adán. Pero este origen necesitaba una desgracia: la caída de estos primeros humanos por comer del fruto del árbol del conocimiento del bien y del mal. Este pecado original marcaría no solo la historia del pueblo hebreo, sino la de todo occidente.
Luego vendrían Caín y Abel, la aparición de tribus y razas, y el desarrollo de los pueblos, hasta que nos encontramos con un reinicio en el diluvio universal.
Sé que no toqué nada especialmente desconocido, así que asomémonos a algunos inicios que pueden resultar menos conocidos: El mito maya de la creación, bellamente narrado en el Popol Vuh. Al principio solo existían dioses en un estado latente sobre un mar inmóvil, y entonces hubo palabras y decidieron crear el mundo para que existiera el ser humano.
Estas deidades no eran perfectas, de hecho, dos veces trataron de crear a la humanidad y las dos veces fallaron. Finalmente crearon a los humanos con masa de maíz mezclada con la sangre de los dioses. Fueron los primeros cuatro hombres: Balam Quitzé, Balam Akab, Mahucutah e Iqui Balam, y después vendrían cuatro mujeres divinas. Así la sangre de los humanos es su alma y es el alma de los dioses, así los hombres eran uno con los dioses y a ellos debían volver. Cambiemos a otro continente, uno en el cual no solemos pensar tanto, África. Del millar de tradiciones que encontramos en aquel basto territorio, los Yorubas tienen una de las tradiciones más extendidas y de gran influencia en América.
Según un relato yoruba de la creación, durante una cierta etapa de este proceso, se envió la “verdad” para confirmar la habitabilidad de los planetas recién formados. La Tierra, siendo uno de éstos, fue visitada pero se consideró demasiado húmeda para la vida convencional.
Después de un período de tiempo exitoso, se enviaron varias divinidades dirigidas por Obatalá para cumplir la tarea de ayudar a la Tierra a desarrollar su corteza. En una de sus visitas al reino, vació una concha sagrada en lo que pronto se convirtió en un gran montículo en la superficie del agua y poco después, las bestias aladas comenzaron a esparcir esto alrededor hasta el punto en que gradualmente se convirtió en un gran parche de tierra seca; las diversas hendiduras que crearon eventualmente se convirtieron en colinas y valles.
Obatalá saltó a un terreno elevado y nombró el lugar Ife. La tierra se volvió fértil y la vida vegetal comenzó a florecer. De la tierra comenzó a moldear figuras.
Mientras esto sucedía en la Tierra, Olodumare reunió los gases de los confines del espacio y provocó una explosión que se convirtió en una bola de fuego. Posteriormente lo envió a Ife, donde secó gran parte de la tierra y simultáneamente comenzó a hornear las figuras inmóviles. Fue en este punto que Olodumare lanzó el aliento de vida para soplar a través de la tierra, y las estatuillas lentamente comenzaron a ser las primeras personas de Ife, casi iguales a los dioses.
Claro que hay más orígenes, pero me detendré con estos tres y con una pregunta, ¿por qué necesitamos estos mitos?
En un sentido poético y particular es que el humano al narrarse propicia desde siempre los diálogos entre el cielo y la tierra, y en ellos se encuentra a sí mismo.
En un sentido más grande, mediante estos relatos una civilización se entrega a sí misma un conjunto de saberes, creencias y conocimiento del mundo. Aumentando las posibilidades de hacer más habitable la realidad, encontrar soluciones colectivas a todos los asuntos humanos. A través de estos relatos descubrimos que pertenecemos.
A veces estas narrativas nos amarran a una geografía, por la cual debemos combatir, pues nos desvaneceremos sin ella.
La ciudad triplemente santa de Jerusalén es un ejemplo candente y siempre en la palestra, pero no es única en su especie.
Miremos nuestra América, la herencia de los amerindios, los africanos, los europeos y de las culturas mediterráneas nos singulariza. Siguen vivos en una dimensión que nosotros no podemos ver del todo, incluso si no creemos religiosamente en ellos.
En el pasado los mitos y sus ritos consecuentemente orientaron el vivir social y el desenvolvimiento personal de quienes los seguían. Hoy son parte de un telar más complejo, tapados por un millar de ruidosas narrativas digitales, pero ahí están. Se asoman, y no siempre de manera sana.
Esta nota es una invitación a mirar las herencias conversacionales que llevamos encima. Lo que cargamos, lo que creemos y lo que llamamos nuestro, incluso cuando no lo declaramos. Para mal o para bien somos estos relatos, al hablarlos los aireamos y le damos una nueva luz y sanidad.
JL Flores
(Columna Originalmente publicada en Pluralistic Networks Latam)